Algunas vidas atrás el
Opa trabajaba en políticas públicas. En alguna
ocasión acompañó a un conocido especialista en políticas de
seguridad que venía de trabajar para el gobierno de Él, el marido y
antecesor de la Presidenta Fernández de Neón. Esto ocurrió en los
primeros años del mandato, cuando comenzábamos a salir de lo que se
llamó “default”. Pero eso es otra historia, y el Opa no quiere
confundir a los lectores.
Le preguntó el Opa por
las políticas que implementaría el gobierno de Él, ya que su
discurso por momentos lucía “progre”. La respuesta lo llenó de
estupor e intriga: “mirá, son una orga. No les importa nada ni
nadie. Van a hacer lo que les convenga a ellos, más allá del discursito.
Son una orga de cuatro que llegaron para quedarse con todo”. El
Opa no entendió muy bien, y puede que su lábil memoria flaquee.
Pero recurrió a esa misma memoria para desentrañar el concepto de
“orga”.
En los tempranos ´70 las
organizaciones armadas se llamaban a sí mismas “orga”. Las
medidas de seguridad elementales de cualquier organización
clandestina incluían una alta dosis de paranoia, porque debían
estar todo el tiempo alerta a posibles (y frecuentes) infiltraciones,
a delatores y desertores, aventureros y oportunistas. Por eso tenían
una estructura militar en forma de pirámide: unos pocos jefes que
decidían y daban órdenes a grupos que obedecían sin chistar. La
obediencia también es un requisito de las “orgas”, porque no
cabe ponerse a deliberar en medio de una balacera.
Esto también requiere
fragmentar la información: sólo los líderes tienen derecho a tener
la información necesaria. Nadie más. Para el resto, el silencio o
las mentiras, o los fragmentos de verdad que sean útiles a las
necesidades de los jefes. Por eso tampoco nadie podía cuestionar
mucho: simplemente porque no sabían lo que ocurría alrededor. ¿Cómo
es eso?, se preguntará el lector. Simple. Los militantes de las
bases estaban “compartimentados” en células, en grupos de tres o
cuatro personas que apenas se conocían y que respondían a uno, del
que tampoco sabían mucho. Por elemental seguridad, cada miembro
tenía que mantener estricto secreto sobre su pertenencia a una
“orga”.
Así, al estar
compartimentados, podían participar en acciones de superficie, como
ir a una huelga o una asamblea, pero podían no saber que la persona
que tenían al lado (un amigo, la novia) también pertenecía a esa
“orga” u a otra. A medida que iban ascendiendo en sus
responsabilidades pasaban a responder a otras personas, pero siempre
bajo el mismo sistema: conocer poco del resto, obedecer sin chistar,
no sacar conclusiones propias, o en todo caso callarlas
religiosamente.
Los líderes sí sabían.
Centralizaban todo el conocimiento. Personas, datos, estructuras,
recursos, armas, refugios, dinero. Dinero. Decidían en función de
sus intereses, con todas las cartas en su mesa íntima, de la que se
excluía celosamente a cualquier otra persona. El resto no debía
conocer las cartas. Tenían que no conocerlas, como presupuesto de la
obediencia. Hay algo de mesiánico en ello, y mucho de desprecio por
el semejante.
Es mesiánico arrogarse
la clarividencia de los iluminados que saben a dónde van, y pueden
dirigir las masas idiotas. Y hay un enorme desprecio en considerar al
resto como un objeto, una ficha en el tablero del poder. Por eso para
las “orgas” todo era una ficha, especialmente la vida del
semejante. Era irrelevante que el semejante que moría como
consecuencia de las acciones armadas fuera súbdito o enemigo, en
todo caso su vida valía menos que el argumento que
circunstancialmente querían difundir. La vida ajena era la tinta con
la que escribían las páginas de su relato. Así, podían tirarle a
Perón el cadáver de su hijo político, para demostrarle que la
tenían bien larga. Había en las orgas una celebración de la
muerte, que permitía naturalizarla y convertirla en mercancía
política.
Eso eran las “orgas”.
Fascismo de manual.
¿Cómo es que, según el
conocido del Opa, Fernández de Neón y Él eran una “orga”? No
matan gente, pero tienen la SIDE y los carpetazos para apretar y
embarrar adversarios. No matan gente, pero tienen el mismo desprecio
fascista por el otro, sea aliado o adversario. Si es aliado se lo
puede someter a cualquier humillación manu militari,
y después descartarlo. Los cretinos del conurbano y de varias
provincias han conocido el ascenso y la gloria, antes de ser
prolijamente defenestrados. Si es adversario es por definición un
enemigo que no merece respeto y debe ser aniquilado políticamente.
Salvo cuando el enemigo demuestra tener igual o más poder que ellos,
y en ese caso concederán negociaciones en la lógica de un acuerdo
entre gángsters. Y siempre, en todo caso, esos acuerdos serán
travestidos en un relato para que los cumpas, hacia abajo, propaguen
y repitan.
La “orga” en el
Palacio se maneja sin escrúpulos, sin rendir cuentas, sin asumir
errores: infalible y arrogante, en medio del incendio. Psicópatas de
manual, las culpas de sus errores son siempre de los otros, de
cualquier otro. Irresponsables de manual, los daños de sus desastres
los pagan los otros, siempre los otros. O sea, nosotros.