Había dicho el Opa que escribiría un nuevo post referido a
ese espanto medieval que ha ocurrido en París. Todos conocemos los pormenores
del horror: la revista satírica Charlie Hebdo tenía la sana costumbre de reírse
de todo, incluyendo a las vacas sagradas del fundamentalismo musulmán, tan
tenebroso como el de los cristianos locos, los judíos ortodoxos y los
trotskistas que aún sobreviven. Hasta que ocurrió lo que nadie creyó que podía
ser posible. Un par de energúmenos con ametralladoras decidieron que Charlie
Hebdo había llegado muy lejos, o que Allah los recompensaría.
Se cargaron 12 vidas, hasta donde el Opa lleva la cuenta.
Pretendieron cargarse también el faro tembloroso de la ilustración. Convertir
esos prados donde brotó una vez el grito de libertad, igualdad y fraternidad en
un descampado árido donde campeen los engendros oscurantistas del fanatismo y
la violencia. Sin quererlo, o acaso queriéndolo, han abogado a favor de la derecha
horrible de las campiñas francesas: los Le Pen que pululan en los oscuros
meandros del resentimiento celebran esos doce balazos que perforaron la idea de
una nación fundada en la libertad y la igualdad. Dinamitaron una idea de
fraternidad que los incluía, para fortalecer la islamofobia que los criminaliza
por anticipado.
Sabe el Opa que los intolerantes se entienden entre ellos,
su calaña innoble no admite el humor, ese lubricante natural de la inteligencia
y la imaginación. Piensa el Opa en esas doce personas. Las imagina dejando los
chicos en la escuela, desenvolviendo la baguette, renegando con las fibras que
se secan justo cuando les vino a la gullivera una idea buenísima. Los imagina
abriendo grandotes los ojos cuando llega la cuenta del gas en enero;
descorchando un vinito con amigos; o en el momento íntimo del abrazo y el
temblor. Todo eso amputado porque una persona que iba demasiado a la iglesia (a
cualquier iglesia: todas están repletas de Padres Rigobertos) decidió que
alguna cosa sacrosanta requiere venganza.
El Opa se pregunta cómo puede ser posible. Piensa en los
países del Occidente horrorizado, que sin embargo financiaron a todas las
aventuras integristas, desde Italia a Afganistán, desde la Comarca cuando los
Marcianos hasta el Estado de Oklahoma, desde El Salvador hasta Hungría. A la
hora de imponer dictaduras sangrientas, el Occidente horrorizado siempre contó, para el trabajo sucio y los negocios ídem, con la espada y la cruz, o el fetiche religioso equivalente. Y el Opa entiende que ese Occidente es hipócrita e irresponsable,
jugando con un fuego que no sabe cómo apagar, porque les falta la grandeza para
ponerse en lugar del otro.
Piensa el Opa en esas religiones que se asumen las únicas
verdaderas, y que por lo tanto reputan a quienes no creen como una banda de
equivocados en el mejor de los casos, o de infieles que arderán en el infierno,
en todos los otros. El Opa encuentra que no puede respetar a esas religiones ni
a las personas que las profesan, porque esas personas de entrada asumen que el
Opa merece la hoguera y el suplicio. Y el Opa ya tuvo suficiente con el Padre
Rigoberto.
Y piensa el Opa, también, en la gente que dice “algo habrán
hecho”, que asumen que los colegas de Charlie Hebdo jugaron con una provocación
que puede válidamente ser saldada a plomazos una tarde cualquiera. Son los
mismos que meten la nariz donde no los llaman, para imponer sus sensibilidades
de solterona reprimida sobre gentes infinitamente más libres y por lo tanto sanas.
Los que no entienden que no puede haber ofensa si para ver la ofensa tengo que
comprar la revista que ofende.
Los colegas nunca le impusieron sus cosas a nadie. El que
quería las leía y el que no, no. Sabe el Opa que hay un pasquín que denuesta y
vilipendia a los Opas y caídos del catre, pero como nadie lo obliga a comprarlo
y menos a leerlo, al Opa le importa un rábano: que escriban lo que se les
cante. Por eso no entiende cómo, en esta Comarca o en la que sea, alguien puede
destrozar un cuadro, interrumpir una película, aniquilar doce vidas, porque
alguien diga algo que no le gusta.
Todos los espíritus percudidos, las almas
innobles, los comehostias y chupacirios de todas las religiones están
internamente regocijados por la matanza de París. Con esa gente, ni con otra
que se tome tan en serio que no sea capaz de imaginarse bendecidos por la
pátina del humor, el Opa no quiere saber nada. No es como ellos, y no
pretenderá exterminarlos, pero los quiere bien lejos, donde no le puedan hacer
daño, ni al Opa, ni a las personas que el Opa ama, respeta, o meramente se cruza
por la calle.
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