El Opa aclara,
antes de que el lector se enerve por un ataque de literalidad, que con la
palabra milicos no se refiere a los tristemente célebres militares argentinos,
casta de prosapia asesina, venal e inoperante. Se refiere a los policías, que
son… oh, vaya coincidencia. Igual, se refiere a los policías de pueblo, esos
que matean con los vecinos y que generalmente son tipos confiables. Al menos
hasta que los compra el de la estación de servicio, que se entongó con el concejal
para vender merca.
Recuerda el Opa
que en 2008 aparecieron tres tipos muertos en un zanjón. Traficantes novatos en
un mercado que siempre tiene una pata dentro del charco de la ilegalidad,
quisieron acostar a un tiburón que, circunstancialmente, era el Jefe de Gabinete
de Ella, la Faraona. El Jefe de Gabinete está profundamente implicado en el
crimen: el Opa ha estudiado el caso cuando escribió su primera novela, y sobre
los vínculos referidos hablaban incluso hasta los diarios que luego se
volverían furiosamente oficialistas. A los muertos los tuvieron durante tres
días en las heladeras del club que preside, en ocasiones por interpósita
persona, el susodicho funcionario. Que además ha sido jefe de los tres
condenados por el crimen, tanto en el empleo público como en la militancia
partidaria y en el tráfico de efedrina. Los tipos estaban presos, condenados,
al horno.
Al asumir, la
nueva gobernadora se entretuvo esquivando las zancadillas del peronismo
bonaerense y se olvidó de tomar el control del sistema penitenciario
bonaerense, ese archipiélago Gulag de torturas y negociados. En ese momento se
“escaparon” los tres condenados, usando un arma de juguete y robando un triste
Fiat 128 que tuvieron que empujar para que arranque. Hasta acá, una operación
de la mafia bonaerense, que puede pasarle a cualquiera.
Sin embargo,
cuando los funcionarios del área de seguridad de la provincia debieron moverse
con cautela, responsabilidad y rapidez, les ganó el reflejo pavote de la
campaña permanente. Adictos a la imagen, militantes de la selfie y la
espontaneidad bien maquillada, se dedicaron a vender humo y prometer resultados
espectaculares. Cuando tuvieron alguna información sobre el paradero de los
prófugos, el funcionario Ritonto aprovechó la volada para informar a la prensa
que la captura era inminente. Como suele ocurrir con los que posan empavesados como
sheriff de cotillón, los prófugos ya se habían escapado también de ese lugar
donde preveían atraparlos.
Como si faltaran
payasos en el circo, la ministra de seguridad de toda la Comarca apareció para
sacarse una foto con la gobernadora y su equipo, una forma burda y soberbia de
manotear una cucarda ajena. Con toda su soberbia de Montonera conversa, utilizó
los “fierros” del estado nacional para ponerse al frente de la búsqueda. No hay
nada que un Monto adore más que salir enfierrado y con tono marcial a buscar al
enemigo: así de indeleble es el gen del fascismo subtropical.
Salieron a
vender más humo, convirtiendo a la fuga en un sainete nacional. Habían peinado
la provincia, recolectando información falsa y comprobando que no manejan ni la
policía, ni la gendarmería, ni la SIDE, que constantemente se les reían en la
cara. Parte de la urdiembre oscura de la historia de la Comarca, las fuerzas de
seguridad son parte del entramado podrido de la política nacional, y con tan
endeble materia los funcionarios amarillos quisieron salir a comerse el mundo.
Se les escaparon
de nuevo, ahora de un galpón en un pueblito santafesino. Los gendarmes se
equivocaron convenientemente, para darles a los prófugos la chance de que
siguieran camino. Estaban ya en su patio trasero, donde los buscados iban de
pesca y tenían negocios y amores. Finalmente cayeron. Bah, cayó uno.
Pero en la
torpeza del chapeo atolondrado difundieron triunfales la captura de los tres
delincuentes, tan sólo para tener que desmentirla un rato después porque habían
atrapado a uno sólo. El más temible de ellos, el que habló con los medios
acusando a la Morsa, el más poronga de los sicarios de Quilmes, cayó porque un
bache del camino le hizo perder el control de la camioneta robada en la que
escapaban. Lo atraparon magullado y dolorido, hambreado y con sed. Los otros
dos lograron escapar. Siguieron eludiendo el aparato de seguridad montado por
la ministra, una carísima parafernalia tecnológica derrotada por un bache,
varios escuadrones de “la mejor policía de la galaxia” puesta en ridículo por
unos milicos en ojota, atrapando sicarios del conurbano en caballos prestados.
Los funcionarios
amarillos comprendieron finalmente que hablarse encima es un mal negocio, y se
llamaron a prudente silencio. Dos días después, con el papelón consumado,
lograron atrapar a los otros dos prófugos, también maltratados por el camino y
la innoble errancia. Ahora sí, se tomaron el trabajo de contarlos para
asegurarse de que efectivamente tenían a los tres. Pero ya tuvieron que ser más
prudentes: no les quedaba más que la pátina del ridículo para cubrirse las
vergüenzas.
Como el hábito
hace al monje, lo primero que hicieron cuando se aseguraron de tener a los tres
tipos bien seguros, fue echarles la culpa del enredo a los funcionarios
santafesinos. Pero como el absurdo se empeña en castigar a quienes le tocan el
traste, resultó que quien informó que habían capturado a los tres tipos juntos
era un gendarme: oficial de una fuerza nacional bajo las órdenes de la ministra
de la Nación. Los humildes milicos de pueblo mirarían impertérritos, con la
vaga satisfacción por la labor cumplida, a la banda de porteños que vino hasta
su rincón olvidado para pasar una temporada alojados en la vergüenza.
Así termina la
historia: la soberbia de los compadritos de amarillo desmoronada por un bache,
unos milicos en ojotas, un sainete que desnuda una verdad que el Opa presume:
ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos. Tampoco se apagan con un baldecito
de agua: ciertos temas no se manejan con selfies y asesores de imagen. La tilinguería
inoperante y chanta se paga caro, porque se paga en la ominosa moneda del
ridículo. O de vidas ajenas.